Por Javier Hernán García
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Eso que se oye, si uno hace silencio cuando camina por las inmediaciones del Parque de los Príncipes es el eco que aún resuena de la caída del gigante. El Barcelona sufrió un golpazo de esos que duelen y dejan cicatrices en la noche parisina, contra un París Saint Germain de ensueño, que basó su victoria en un mediocampo feroz y un Ángel Di María de cuento.

Mientras en Cataluña empiezan a sacar cuentas y apelan a los recuerdos más cercanos para creer que dar vuelta el 0-4 es posible, el resto del mundo intenta explicarse que el pasó al Imperio Blaugrana para caer de esa manera, tan estrepitosa, tan inobjetable. Tan ajena.

Y quizás, las principales explicaciones, haya que buscarlas en que la MSN (Messi, Suárez, Neymar) parece que estuvo offline en París, a excepción de Ney, que parecía, por momentos agarrar señal en el frío parisino. Pero en lo que atañe a Lionel Messi, parece que ni hubiera jugado. Y eso es todo una rareza.

Dicen que un dato certero, muchas veces, explica más que una parrafada. Acá va: en el primer tiempo, Lionel Messi tocó la pelota 17 veces, lo que es su número más bajo en ¡nueve años! en el Barcelona.

Un dato que no deja lugar a segundas lecturas. Messi nunca, jamás, tuvo la pelota y, cuando la tuvo, poquísimo hizo: apenas un remate que dio en la barrera y una pérdida en mitad de cancha que le costó a su equipo el segundo gol del PSG, el de Draxler, el que terminó por descorazonar al Barcelona y envalentonar al Peceyé (tal y como se pronuncia en el barrio), equipo al que el blaugrana dejó en el camino en 2013 y 2015, último año que reinó en Europa.

Es raro ver a Messi así. Apático, ido, desconectado. Y el contraste con, por ejemplo, Di María es demoledor: el ex Real Madrid generó dos golazos, volvió locos a los pobres defensores del Barcelona (esa defensa ya no es lo que era) y junto con el dúo Rabiot-Matuidi sometió al equipo de Luis Enrique que jamás estuvo cerca de pegar una nota y desafinó todo el partido.

Mientras que el PSG pateó 10 veces al arco, el culé lo hizo en sólo una oportunidad, y por intermedio de André Gomes. Ni Messi, ni Neymar, ni Suárez probaron la resistencia de Trapp. Iniesta tampoco pudo hacer pie y el equipo parisino tuvo toda la luz que la ciudad ostenta.

En Barcelona hablan de ciclo cumplido para Luis Enrique, que sólo tiene al alcance de la mano la Copa del Rey, que deberá disputar, mano a mano con el Alavés, equipo al que viene de convertirle 6 goles en la Liga. La Liga, precisamente, la está peleando con un Real Madrid que luce más entero y esta Champions quedó atada a un milagro. Pero sobre todo a que Lionel Messi vuelva a ser el que siempre es. El jugador determinante, el goleador letal, el pasador quirúrgico, el cerebro que piensa y ejecuta y no esa versión pálida y desabrida, impropia, ajena, extraña que mostró en el invierno parisino y que dejó a su equipo al borde del colapso.

No es que Barcelona sea sólo Messi, está claro. Pero si él no está, si se ausenta, si no le sale una, al Barcelona le pasa esto: una goleada que casi vale por una eliminación y una temporada, prácticamente, tirada a la basura.