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27 de junio de 2018

Rojo fuego

Había que jugar con el corazón y la Selección lo hizo. Pasó el parto. Ahora está de pie.

¿Querían rebeldía? Ahí va Marcos Rojo, el inconsciente colectivo. Va él y su banda de amigos del potrero que lo empujan, lo incitan a cometer el pecado de abandonar todo a la buena de Dios, lo obligan a tomar por asalto el área. ¿Querían coraje? Mercado pasa como un tren descarrilado, una risa siniestra brotando de sus dientes apretados, los ojos llenos de fuego. ¿A quién le importa Musa? Que se marque solo. Pavón hace un toque justo, ni una fracción de segundo antes ni una después, y Mercado entonces se lleva puesta la pelota. Y por el medio llega Rojo, no Higuaín. Rojo, un fantasma, un infiltrado, una pesadilla celeste y blanca con un cañón preparado para la volea. Puede ir al arco o al cielo (que en este caso vendría a ser el infierno), pero va al arco y explotan todas las gargantas, y truenan carcajadas e insultos, y se estiran los brazos y los abrazos, se aprietan los puños, y se pegan patadas a la platea o al pupitre porque no es justo sufrir tanto. Argentina estuvo a cuatro minutos de quedar eliminado pero resucita, se desclava de la cruz segura en la que iba a morir desangrado y Rojo, todavía con los brazos abiertos pero ya sin los clavos, empieza a cargar a su paso compañeros. Se le cuelga Messi y se le tiran encima todos. Gritan y lloran, lloran mucho, lloran largo y se ríen. Hay que aguantar ocho minutos y se aguantan. Armani, el elegido, se queda con la última pelota. La abraza como a nadie en el piso, enamorado de ella, y todo estalla por el aire.

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Salta Sampaoli, corre solo, levanta los brazos. Entran los suplentes al campo, enfermos de angustia y de tensión, y lo que sigue es una cascada de lágrimas. Llora Mascherano en los brazos de Messi. Llora Di María desconsolado, lloran todos en los brazos de todos. Lloran y se ríen. Nadie se quiere ir, y es todo un símbolo. Argentina sigue en el Mundial a pesar de todo: de las heridas internas, de esa eterna tendencia a la autodestrucción, de los malos augurios. Afuera no se mueve nadie -o sí, los nigerianos. Como si pudieran pedir algo más (una más y no jodemos más) los hinchas se quedan a sacar fotos con los ojos. A atesorar cada segundo de felicidad, el amor después del terror. Ansaldi saluda a la tribuna como una rock star despidiéndose de los fans tras el concierto. Guzmán abraza a Armani y los dos juntos levantan los puños hacia la platea de los familiares,. Willy Caballero se ríe y se rasca la pelada. Zafó. Un alivio enorme le recorre el cuerpo. Entra Chiqui Tapia y lo abraza a Messi, contiene a un Mascherano ensangrentado, le da un beso a Rojo y le agradece por esta vida nueva que empezó.

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Ahora empieza otro Mundial. El Mundial. Para la Selección, para esta generación que desde hace más de una década es la Selección, hubiera sido un final nefasto irse del Mundial sin haberlo jugado. Argentina viene, desde hace cuatro años, arrastrando una carga de frustraciones que en otro país quizá serían festejadas. En la conferencia de prensa en la que dio la cara por el plantel, Mascherano les recordó a todos quién es el último subcampeón. “Tendremos de demostrarlo en algún momento”, dijo. Ayer empezaron, con algunas cuestiones sencillas que deberían ser naturales, formar parte de la normalidad y que sin embargo son destacadas como excepcionales. El hambre, los huevos, la vergüenza, el protagonismo basado en la jerarquía del que se asume superior sin soberbias. No es tan habitual ver a Banega, a Di María, a Higuaín, a Messi pelándose la cola, yendo al piso a dejar hasta la última gota de transpiración, como pidió Sampaoli en la previa y como le hubiese gustado que pasara contra Croacia.

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La primera gran sensación es de alivio. Mucho más que de festejo. Después de las diferencias expuestas, de esas heridas por ahora disimuladas con curitas, el plantel estaba bajo la lupa. El apoyo de la hinchada en la previa fue tan incondicional como el repudio a Sampaoli. Pero después había que jugar un partido con el plan de los jugadores. Salió bien, más allá del drama del final, de esa cuenta regresiva que Rojo detuvo antes del infarto. Funcionó porque Messi tuvo a su Banega, y esto no sólo involucra la conexión del gol sino todo lo que Ever le aportó al equipo: asumió con madurez y soltura las responsabilidades de un conductor.

Argentina ganó una batalla emocional contra sus propios miedos, contra sus propios fracasos, contra ese bloqueo mental que le había impedido hasta ahora responder en la adversidad. Lo hizo a los tropezones, mucho más sostenido por rendimientos individuales que con funcionamiento colectivo. Dio la cara, se jugó la vida frente a un rival cuyo principal peligro consiste en esa inconsciencia y ligereza con la que se mueven no ya en la cancha sino en la vida: sin presiones, sin mochilas. Para la Selección había en juego mucho más que un partido. Quedarse afuera era exterminar el prestigio, derrumbar las ilusiones de una última oportunidad.

El gol de Rojo desde adentroMirá cómo se vivió en el estadio el agónico tanto de Argentina.

Ahora llega Francia. Un equipo de élite trabajado, respetado, lleno de figuras: ninguno de sus jugadores debe estar contento del cruce que le toca en suerte. Si Argentina defiende su lugar en la historia como lo hizo en este atardecer eterno de San Petersburgo, es un rival de cuidado para cualquiera. Este triunfo es una transfusión de confianza, el elemento clave del fútbol. Si algo demostró Rusia hasta el momento es que no hay cucos.

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Había que jugar con el corazón: Argentina lo hizo. Latido a latido. Seca de lágrimas, incendiada de pasión, la Selección está en la cancha. De pie. Dispuesta a escribir una nueva historia.

SAN PETERSBURGO (ENVIADO)

Los jugadores argentinos festejaron en el micro"Y ya le demsotró al mundo entero lo que es la pasión... ganar la Copa del Mundo es lo que más quiero..."

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